Bajo el cielo encapotado, un hombre con las manos en los bolsillos cruza la avenida 9 de Julio. Sobre el transporte de la ciudad, sus calles, sus árboles y la gente camino a su trabajo cae, muy tenue, muy desapercibida, una garúa exiguamente plateada, una garúa que más que caer parece suspenderse, colgarse del hueco infinito, una garúa muy mentirosa y muy traicionera que en pocas horas más se convertirá en un temporal.
Son pocos los paraguas desplegados. Hay transeúntes que, con mucha arrogancia, ignoran los pronósticos del servicio metereológico. La mayoría de los paraguas pertenecen a gente mayor, que cubren sus cuellos y bocas con bufandas y solapas pareadas sin necesidad, ya que el aire no se mueve en lo más mínimo.
Genaro Guzmán, liberando las manos de bolsillos y dejando de lado por un instante su preocupación mayor, los ve pusilánimes, poca cosa con pilotos y portafolios para nada, sangre fría con la que nunca podría sentarse a tomar un café y hablar de fútbol, o de mujeres, y hasta de política. Son los mismos que comen cuatro veces al día, compran revistas, toman aviones, veranean, se meten en el mar, y se echan desnudos bajo el sol para lucir bronceados como él, que no necesita recurrir al sol para estar bronceado porque nació bronceado.
A pesar de que Genaro Guzmán no sabe qué cosa es una metáfora, intuye que el término “bronceado” no es preciso sino que carga algo de trampa, de exclusividad, un engañapichanga bastante tramposo porque a nadie se le ocurriría decirle a él que está bronceado. Tampoco sabe qué cosa es un sinónimo, pero no tiene ninguna duda en encontrar el equivalente que sí le corresponde: morocho. Pero tampoco, porque es sabido que en la Argentina sólo hay un morocho, el único: Carlos Gardel. Él, en cambio, sin ninguna duda, es un negro. Y, según las circunstancias, algo mucho peor.
Genaro Guzmán los ve cómodos, con la tranquilidad que emana de sus trabajos seguros, sus casas limpias y ordenadas, y sus familias, porque la gente que viste bien o simplemente va correctamente arreglada tiene familia, y se llaman por teléfono y conversan y al terminar de conversar se envían un cálido abrazo aunque cuando se ven no se abrazan con el mismo afecto telefónico, o sí, muchos además de abrazar elevan la voz para que no queden dudas de la alegría que les ha dado encontrarse con el encontrado, y hasta se besan, y ambos, el encontrado y el encontrante, distienden el rostro, abren la boca más de lo normal, y por los dientes se los puede conocer, sacar conclusiones, pueden verse algunas caries, un mal cepillado, un abandono sepia, el efecto de cigarrillo, un espacio vacante, una escondida muela de oro (como el serbio o croata o lo que sea de la avenida Santa Fe, allí tirado en la vereda sucio, atorrante, que al abrir la boca para limosnear muestra dos espectaculares dientes de oro, y las viejas coquetas y estúpidas, le dan monedas para estar en paz con Dios) y también se ven perfectas dentaduras de porcelana que agradecen la ocasión para ventilarse y lucirse sin enmascarar la vanidad de haber podido gastar un gordo dinero, como ese gordo y esa gorda bien comidos que han reforzado la cama.
Los mismo ocurre con los autos, taxis, y colectivos, y aquel patrullero que por suerte se aleja. También las veredas, cree Genaro Guzmán, pueden ser la dentadura de una ciudad; y los mal entrelazados como él, los que piden limosna, los vendedores ambulantes, el hombre sin piernas en su silla de ruedas que aprovecha el semáforo en rojo para limosnear entre autos que rápido cierran sus ventanillas, y el diarero, y otros y todos juntos, son caries; unos, caries inesperadas con posibilidades de salvación; otros, caries peligrosas, viejas, avanzadas, sin retroceso y sin dolor. Lo que no quiere decir que si a Genaro Guzmán no le duelen los dientes podridos, por eso desconoce el dolor. Lo conoce, y sabe distinguir un dolor externo, el de muelas, de un dolo interno, profundo, único, personal e intransferible. Pero esto corresponde a su privacidad, a su inexistente familia es otra historia que Genaro Guzmán decide dejar de lado, por una parte para no descuidar el objetivo, y por la otra porque tiene la sospecha que a este periodista le resta poco espacio para terminar el cuento, así que, solidario, apresura el trámite.
Concentración y rapidez son inexcusables para lograr que el fin propuesto se lleve a cabo de manera positiva. Con esto nítido, entra al negocio y, según el plan el elaborado en días anteriores cuando hizo el control, procede. Sale, bien, con algo. Pero se da cuenta tarde, de que por rencor hacia la gente se distrajo y no vio que desde el interior del auto patrullero los canas ya le habían echado el candado, así que vuelve a sacar el arma, otra vez tarde, y cae sabiendo lo que ocurre, sabiendo que ya es olvido sin perdón, sabiendo que a lo lejos aparecieron relámpagos, sabiendo que no morirá por las siete balas que le arden dentro sin por este impecable (más que certero) puntapié (mejor que patada) del policía, que le impacta en la sien, impidiéndole percibir a la gente que antes lo ignoró, ahora apretujada, cagándolo a patadas y gritándole el patronímico que la sociedad ha juzgado como el más correcto: ¡Morite, negro de mierda!
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