El filósofo Fernando Savater dedica su último libro, "La vida eterna", a la crítica de las creencias religiosas desde un punto de vista político y antropológico. Contra la fe dogmática propone una "incredulidad ilustrada", capaz, sin embargo, de aproximarse a lo sagrado (pero "un sagrado material, no sobrenatural, no divino"). Antes de llegar a la Argentina —la Feria del Libro porteña lo tendrá como protagonista— dialogó con Ñ sobre la fe, la razón y el incierto refugio del arte.
IVANA COSTA .icosta@clarin.com
El problema no es tan simple. No es sólo cómo nos deshacemos de las religiones, de sus dogmas y prohibiciones, de sus deberes imposibles, del fanatismo de algunos clérigos y de muchos fieles. El problema es, más bien, qué ocurriría si no hubiera una fe como la fe religiosa, ni un sentimiento de gratitud —por la vida, por quienes amamos— o de recogimiento personal, que permitiera dar sentido y gravedad a nuestra existencia. Que nos haga responsables por ella, por el modo en que elegimos vivir. (Porque si no hay nada ni nadie a quien rendirle cuentas ¿por qué debería haber responsabilidad?) A la vez, si no queremos someter nuestra inteligencia al dictamen de lo irracional ni dejar abandonada nuestra vocación de trascendencia, ¿dónde hallaremos refugio? ¿En qué imaginaria República? ¿En la naturaleza? ¿En el arte?
Fernando Savater se ha puesto sobre los hombros esta tremenda cuestión (que —por otra parte— está de última moda). Y en su último libro, La vida eterna, procura abarcar todos sus aspectos desde el punto de vista de un laico, demócrata, librepensador de la Unión Europea, que admite también, sin embargo, que "somos criaturas metafísicas".
Su ensayo parte de una aspiración más o menos modesta: acallar a "esos embaucadores" que con mayor o menor pedagogía y con una firmeza avasallante pretenden explicar el curso del universo entero por medio de insólitos recursos a lo sobrenatural. Luego se interna en el origen de las creencias; allí, dice, hay siempre una flaqueza, un deseo —de inmortalidad, de perpetuarse, de ser reconocido por alguien, más allá— que debe ser conjurado. Hacia el final parece desandar el tramo inicial para recorrer nuevamente el camino de piedra hacia lo sagrado.
Las páginas de La vida eterna —escritas para ser comprendidas ampliamente— van del rechazo de las creencias más triviales hasta el análisis del vínculo entre Dios y la filosofía, entre religiosidad y humanidad. De la crítica a los usos políticos de la religión y la protesta contra el Papa, a la evocación de poetas y pensadores que, en tiempos inquisidores, pagaron con su vida el atrevimiento de la duda o dieron testimonio de su incredulidad sin jactancia. Con ellos se encontrará el lector al comienzo y al final del ensayo.
—En el origen de la fe, dice, hay siempre un deseo. Propone entonces, en vez de "tener la pretensión de comprender la realidad a partir de lo que deseamos, intentar comprender precisamente los mecanismos reales de nuestro furor deseante". ¿Eso nos haría desear menos? «r—No, claro, no se trata de erradicar el deseo que tenemos más o menos oculto, que no nos confesamos del todo a nosotros mismos. Pero al ponerlo en claro contribuimos a racionalizarlo y a quitarle sus aspectos excesivos.
—El deseo religioso ¿debería tratarse terapéuticamente, como quienes proponen descubrir los mecanismos del deseo homosexual para "curarlo"?
—Los deseos están ahí, digamos, y uno no puede desear o no desear a voluntad. Lo que pasa es que al menos se debe comprender hasta qué punto ciertas creencias, ciertas ideologías, no son puras descripciones de lo real sino más bien proyecciones de nuestro deseo.
—Su planteo se dirige no tanto a la fe sino a la new age.
—Eso es probablemente porque las grandes creencias contienen otros elementos socializadores. Aparte de responder a un mecanismo de deseo, una fe puede ser un elemento socializador, unificador del conjunto de la comunidad; mientras que esos discursos más sectarios, más caprichosos están más directamente relacionados con nuestro deseo singular. Por eso distinguí en el libro entre fe y credulidad.
—Su libro comienza con una crítica de las creencias más vulgares y avanza hacia una visión cada vez más fina de lo sagrado No hay un rechazo de la fe.
—He intentado ir desde los aspectos más teóricos, abstractos y, en fin, quizás de las capas más pro fundas de la creencia religiosa hasta sus repercusiones más sociales, políticas e históricas, relacionadas con los acontecimientos que hoy padecemos. Por un lado, me parece importante intentar profundizar, no simplemente descartar la religión como un puro fenómeno sin importancia, sino tomarlo como algo muy enraizado en nuestra propia construcción simbólica: Nuestra vida no es sólo experiencia biológica sino también, sobre todo, aventura simbólica. Lo que pasa es que además de las religiones están las iglesias, los clérigos, los dogmas, las significaciones de enfrentamiento político y social, las inquisiciones... Eso no es simplemente religión pero sí una derivación de la religión.
—Desde ese nivel político señala que "se ha de respetar a los creyentes sean quienes sean mientras se sometan y no violen las leyes del país". Pero esa afirmación no agota el análisis filosófico del hecho religioso.
—Crea uno lo que crea, lo importante es separar entre ese derecho del creyente a creer en sus creencias religiosas y el resto de la sociedad. Una cosa es que las creencias religiosas sean un derecho y otra, que se conviertan en un deber para todos. Lo malo del fanático es que constantemente está intentando convertir la religión que tiene derecho a tener en un deber para los demás: Eso puede llevar a situaciones de enfrentamiento violento: en una misma sociedad puede haber religiones diferentes, pero si cada una pretende convertirse en un deber para todos es inevitable el choque y la transgresión de leyes que se deben dictar de acuerdo con principios racionales, empíricos, y no de acuerdo con revelaciones religiosas que no están sujetas a control por parte de nadie.
—La "incredulidad realmente ilustrada", que usted rescata como una forma válida de creencia, ¿no está naturalmente orientada a ejercer la crítica de cualquier sometimiento o de algunas "leyes vigentes"? Aun las de la democracia europea, que en su libro aparece como paradigma de convivencia racional.
—Bueno es que —¡hombre!— esa experiencia es la profundización en nuestra convicción simbólica. Se trata de la búsqueda de la dimensión sagrada, inmanejable, no meramente utilitaria, no meramente biológica, del ser humano. Se intenta profundizar en nuestra condición simbólica, en la "libertad" de los condicionantes biológicos. Esa capacidad simbólica es también capacidad crítica de leyes e instituciones: es una lucha contra la fatalidad. El concepto de lo natural está ligado a la idea de fatalidad y de leyes necesarias; en cambio la dimensión simbólica, sagrada, está ligada más bien a lo posible, a la búsqueda de la revocación de lo que parece fatal en pos de otras fórmulas más abiertas, más libres.
—El judaísmo o el cristianismo primitivo fueron también modos de oponerse a una vida institucionalizada —la esclavitud en Egipto, el imperio romano—, a un status quo con "leyes vigentes" que se deseaba revertir. Si identificamos la religión sólo con el fanatismo y no con modos de luchar contra poderes opresivos le quitamos un aspecto históricamente importante.
—Claro. Esa es la complejidad del fenómeno religioso: en él hay aspectos emancipatorios y otros dogmáticos, esclavizantes, y a veces es muy difícil discernir unos de otros. Evidentemente, hay una lucha emancipatoria; de hecho, teóricos de la utopía marxista como Ernest Bloch insistieron mucho en esa dimensión liberadora utopista que se encuentra en muchas religiones. Pero esas mismas religiones caen con facilidad en dogmas, inquisiciones e imposiciones. La historia del cristianismo lo muestra muy bien.
—En su análisis de lo sagrado analiza el fracaso del arte para brindar el amparo que antaño daban los mitos: "la masificación de las artes, su pérdida de aura reverencial —dice— compromete esta eficacia mítica" pues el arte va "más al entretenimiento que al discernimiento". Pero el problema de lo sagrado«r
¿es con el entretenimiento o con el discernimiento? ¿Es posible conciliar lo sagrado y la racionalidad?
—Yo creo que sí es posible, dentro de un límite. La racionalidad llega hasta un límite más allá del cual hay todavía una prolongación del simbolismo en forma de anhelos, mitos: lo que llamamos sagrado. Si somos capaces de establecer los límites con cierta precisión y no transgredirlos, si no intentemos convertir en racional lo que no puede serlo (porque se refiere más bien a la imaginación y a la fantasía) y, por otra parte, si no dejamos de intentar sustituir la razón por imaginaciones o dogmas caprichosos, ambas pueden convivir. La razón es importante para el ser humano pero también lo son otros estímulos: impulsos simbólicos que no son meramente racionales. En tiempos de esteticismo, algunos pensaron que el arte iba a poder dar esa prolongación simbólica a la vida humana. Hoy eso es muy difícil: el arte es más ornamental, quizás lúdico, pero no tiene esa profundidad que el simbolismo puede alcanzar, de modo que no puede sustituir la experiencia de enfrentamiento con la muerte que lo sagrado desarrolla.
—La racionalidad no admite un criterio por fuera de la "manipulación" de sus propios "discernimientos". Y los especialistas en discernir sobre el arte tampoco llegan a constituirse en un grupo de pertenencia espiritual.
—Si lo que se busca es un movimiento que abarque a una comunidad, a un grupo amplio de personas, esa búsqueda no estará en el planteamiento estético del arte moderno, que exige un comentario crítico para poder ser disfrutado como arte. El problema del arte moderno es que sólo sabemos que es arte después de haber leído comentarios que nos lo revelan como tal. No podemos disfrutarlo directamente. Los destinatarios de una catedral gótica vivían ese espacio a la vez como una experiencia religiosa, mística, artística sin necesidad de que alguien se las explicara.
—No precisaban el suplemento o la revista especializada.
— No necesitaban leer a ningún Cicerone que se los explicara. En cambio hoy nosotros sabemos que para disfrutar de Joseph Wilson, o esos artistas tan modernos, necesitamos que un experto nos venga a decir que realmente eso que estamos viendo es arte y no simplemente una broma.
—Por otra parte estamos buscando siempre el último hito, el gesto vanguardista más radical.
—Más que una revelación de fondo de nuestro destino como seres humanos, creo que tiene una dimensión de juego, de experimento más bien liviano. Hoy es difícil que alguien realmente crea que una obra de arte está revelando un destino; revela más bien una forma de expresión, un carácter del artista, nada más.
— Su ensayo también termina recurriendo al arte: un poema de William Butler Yeats, "La muerte", y otro de Tadeusz Rózewicz, "Miedo".
—Son unos poemas muy bonitos sobre miedos muy profundos, muy arraigados. El miedo no es algo malo a erradicar sino, en muchas ocasiones, un principio de cordura. Pero que se lo considere el punto de partida adecuado para la reflexión, eso ya es otra cosa.
publicado en.
http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2007/04/14/u-00611.htm
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